A menudo, pensamos y
reflexionamos respecto de la muerte de Cristo desde una perspectiva humana. Las
escrituras hacen referencia a esta verdad en múltiples pasajes como: Rom. 8:5 “…Cristo
murió por nosotros”; 1 Cor. 15:3 “Cristo murió por nuestros pecados, conforme a
las escrituras”; Rom. 8:32 “el que no escatimó ni a su propio hijo, sino que lo
entregó por todos nosotros”, entre otros. Es verdad, Cristo murió en lugar de
hombres viles y perversos como nosotros.
No obstante, un aspecto olvidado
respecto al sacrificio de Cristo es que, antes que todas las cosas, la muerte
de Jesús fue un sacrificio para Dios. Durante la salida de los hijos de Israel
de la tierra de Egipto, Dios ordenó a Moisés establecer un sistema sacrificial
continuo para el pueblo, con diferentes ordenanzas, tipificando y anticipando un
sacrificio perfecto.
Un aspecto esencial de las
ofrendas y holocaustos tiene relación con la forma en que debían presentarse y
a quien debían ser dedicadas. Por lo tanto, si hay una verdad que enseñaba el
antiguo testamento respecto al sistema de sacrificios establecidos bajo el
antiguo pacto, es que estos eran ofrecidos a Jehová. (Lev. 1:9, 13, 17; 2:2, 3,
9, 10,16; 3:5, 11, 16; 4:35, 5:13) Dios estableció un sistema de sacrificios
para demostrar que la verdadera apreciación espiritual de sacrificio según las
Escrituras, jamás conducirá al hombre a la exaltación de una justicia propia,
sino que le llevará a una profunda humildad para reconocer el plan divino de la
salvación por medio de un Sustituto[1].
Este sistema de
sacrificios y ofrendas por el pecado tenía por objeto aplacar la ira de Dios,
de modo que es Dios quien debe ser propiciado para satisfacer su justicia. En su
libro Descubriendo el glorioso Evangelio, el pastor y misionero Paul D.
Washer señala que “La palabra “propiciación” viene del verbo en latín propiciare,
que significa “propiciar, apaciguar, o hacer favorable”. En el Nuevo Testamento
en español, la palabra “propiciación” se traduce de la palabra griega hilasmós,
que se refiere a un sacrificio que satisface las demandas de la justicia de
Dios y apacigua su ira”[2] .
La razón por la cual Dios
establece un sistema de sacrificios es para mostrar que la paga del pecado es muerte
(Rom. 6:23), con un alto sentido gráfico que el alma que pecare morirá (Ez.
18:4, 20); que Dios en su misericordia estaba derramando gracia a través del
sacrificio de un sustituto (Lev. 5, 17, 23); el hombre no puede ni tiene
méritos para vivir una vida perfecta delante de un Dios Santo (Gal. 3:11); y lo
más importante, que esos sacrificios tendrían su fin con la aparición del Cordero
de Dios que quita el pecado del mundo, porque la sangre de los toros y de los
machos cabríos no pueden quitar el pecado (Heb, 10:4) ni hacer perfectos a los
que los ofrecen. (Cp. 10:1)
En la biblia, Dios es
alabado y exaltado principalmente por dos características de su carácter: su
justicia y su misericordia. A priori, no hay razón para objetar tan grande
verdad, sin embargo, presentan el principal problema de las escrituras: ¿cómo
un Dios justo puede ser misericordioso y justo a la vez? En Éxodo 34:6-7 leemos:
Y pasando Jehová por delante de él, proclamó: !!Jehová! !!Jehová! fuerte,
misericordioso y piadoso; tardo para la ira, y grande en misericordia y verdad;
7 que guarda misericordia a millares, que perdona la iniquidad, la rebelión y
el pecado, y que de ningún modo tendrá por inocente al malvado. Este texto muestra
ambos atributos de Dios, pero también nos presenta una evidente contradicción.
Si lee con detención, habrá notado que el Señor se complace en hacer
misericordia y perdonar todo tipo de pecados, pero que de ninguna manera tendrá
por inocente al culpable.
Alguien podría argumentar:
“si Dios es misericordioso, entonces no es justo porque perdona todo tipo de
pecados”. Por otra parte, “si Dios destruye al pecador aplicando su justicia,
dejaría de ser misericordioso”. Entonces, ¿cómo podemos compatibilizar
bíblicamente ambas realidades? La respuesta de Dios para satisfacer su justicia
y ser misericordioso a la vez, está en la cruz de Cristo.
En contexto con lo
expresado recientemente, el nuevo testamento señala que Dios puso a su hijo en propiciación
por nuestros pecados (Rom. 3:25; 1 Juan 2:2; 4:10), es decir, un sacrificio
cruento que tenía por objeto satisfacer las demandas de la santa ley de Dios y su
justicia, para remover la ira de Dios que debía recibir cada uno de nosotros a
causa de nuestras iniquidades, transgresiones y perversiones.
Sin embargo, en su propósito
eterno y por su gran amor, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y bajo la ley,
para redimir a los que estaban bajo la ley (Gal. 4:4), pero Cristo por su parte,
obediente y voluntariamente, se sometió al propósito eterno de redención establecido
por el Padre, llevando a cabo su obra de salvación de una forma perfecta en su
vida de obediencia, así como también, en su muerte vicaria y sustitutoria en
lugar de los pecadores, quienes no podían vivir la vida que vivió Cristo ni tampoco
soportar la muerte que Cristo padeció.
En la literatura pagana,
se puede apreciar el esfuerzo que el hombre realiza para apaciguar o propiciar
a una deidad ofendida. No obstante, lo glorioso del Evangelio es que es el
propio Hijo de Dios quien propició o satisfizo la justicia del Padre removiendo
la ira de Dios contra los pecadores. ¿Cómo lo hizo? tomando mi lugar y el lugar
de cada uno de sus escogidos en la cruz.
El apóstol Pablo describe
esta realidad bajo la dirección del Espíritu Santo magistralmente: “al que
no conoció pecado, por nosotros (Dios) lo hizo pecado, para que nosotros
fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Cor. 5:21); “Cristo nos
redimió de la maldición de la ley hecho por nosotros maldición, porque escrito
está: maldito todo aquel que es colgado en un madero” (Gal. 3:13); “siendo
justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en
Cristo Jesús, a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su
sangre, para manifestar su justicia, a causa de haber pasado por alto, en su
paciencia, los pecados pasados, con la mira de manifestar en este tiempo su
justicia, a fin de que él sea el justo, y el que justifica al que es de la fe
de Jesús. (2 Cor. 3:24-26).
Cuando Cristo está a
punto de expirar exclamó con fuerza: !Consumado es!. La obra de
redención que Dios había ordenado estaba cumplida, las exigencias de una vida
perfecta de obediencia y justicia habían sido cumplidas, el sacrificio por el
pecado de los hombres había sido hecho por el verdadero Cordero sin mancha que
prefiguraba la ley, quien por sí mismo, sólo una vez y por su propia sangre, se
ha presentado como una ofrenda de grato olor delante del Padre. Cristo no sólo
fue el sacrificio, sino el sumo sacerdote fiel y verdadero cuya ofrenda de sí mismo,
una vida perfecta de obediencia y sin pecado, fue el sacrificio final,
aceptable y completo delante de Dios, no hay necesidad de más sacrificios porque
Cristo “habiendo ofrecido una vez y para siempre un solo sacrificio por los
pecados, se ha sentado a la diestra de Dios” (Heb. 10:12) La expiación
nunca más fue necesaria porque Dios quedó satisfecho o “propiciado”.